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El Blog de Fundceri

Hace ahora ya poco más de 43 años atrás, el 20 de noviembre de 1975, fallecía en Madrid de muerte natural el general Francisco Franco Bahamonde (Ferrol, 1892), cuando estaba a punto de cumplir los 83 años de edad. Para entonces llevaba casi otros 40 años, desde l de octubre de 1936, a la cabeza de un longevo régimen dictatorial con el título de “Caudillo de España”. Curiosamente, el 40 aniversario de la muerte de Franco en 2015 (como los que siguieron hasta el presente) pasó casi desapercibido en los medios de comunicación de masas del país: casi ningún gran diario nacional o regional llevó en su portada ni la mera mención a la noticia aquel 20 de noviembre de 2015. Y, pese a ello, lo cierto es que el dictador sigue siendo una presencia ocasional en la vida pública de España y no siempre bienvenida ni bien hallada (como demuestra el reciente debate sobre la posible exhumación del cuerpo de Franco del Valle de los Caídos para su traslado a otro lugar).

Desde luego, para la memoria biográfica de los españoles que vivieron la época de la dictadura y para los contemporáneos europeos e internacionales (y todavía hay muchas generaciones en activo que así lo hicieron), Franco era sobre todo el “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. No era un título retórico, ni mucho menos. Era la fórmula jurídica para definir la suprema magistratura de quien, en plena guerra civil española, había conseguido convertirse en el máximo líder del bando insurgente y asumir las funciones de Generalísimo de los Ejércitos, Jefe del Estado, Jefe del Gobierno, Homo missus a Deo (enviado de la Divina Providencia) y Jefe Nacional de Falange (el partido único estatal), “sólo responsable ante Dios y ante la Historia”. Se trataba, en suma, de un dictador de autoridad soberana, omnímoda y carismática, profundamente reaccionario, ultranacionalista y católico-integrista.

Aquel “Caudillo de la Cruzada” era un militar nacido en El Ferrol en el seno de una familia de clase media ligada desde antaño a la administración de la Armada. Había hecho la mayor parte de su carrera militar en la cruenta guerra colonial de Marruecos, al frente de tropas de choque como la Legión. Y fue allí donde asumió gran parte del bagaje ideológico de los militares “africanistas”: sobre todo, la convicción de que el Ejército era el guardián supremo de la nación y que su deber le situaba por encima de la autoridad civil en caso de amenaza al orden público y a la unidad de la patria. Su matrimonio en 1923 con Carmen Polo, una piadosa y altiva joven de la oligarquía urbana ovetense, acentuó sus inclinaciones conservadoras y sus previas convicciones religiosas integristas (al igual que el nacimiento en 1926 de su única e idolatrada hija).

Durante la dictadura de Primo de Rivera, Franco ascendió al generalato (1926) y fue el primer director de la Academia General Militar de Zaragoza (1927). Proclamada la República en 1931, en virtud de su conservadurismo, mantuvo una relación crítica con el régimen durante el primer bienio de gobiernos republicano-socialistas presididos por Manuel Azaña. Pero se reconcilió con el régimen durante el segundo bienio, cuando los gobiernos derechistas confiaron en él para aplastar la insurrección socialista y catalanista de octubre de 1934. Tras la victoria electoral del Frente Popular en 1936, tomó parte en la conjura militar contra el nuevo gobierno reformista de Azaña. Y, una vez iniciada la sublevación antirrepublicana en julio de 1936, se alzaría con el liderazgo absoluto de los militares sublevados en virtud de sus triunfos militares al frente del Ejército de África y de sus éxitos diplomáticos al conseguir el apoyo de la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler. De ese modo, el 1 de octubre de dicho año, la junta de generales insurgentes le nombró Generalísimo de los Ejércitos y Jefe del Gobierno del Estado, transfiriéndole “todos los poderes del Estado”. Su victoria final en la guerra civil en abril de 1939 le consagró como Caudillo en una magistratura de carácter “vitalicio y providencial”.

El régimen político franquista tuvo, así pues, su base en una dictadura militar de carácter personal, con Franco elegido por sus compañeros de armas para ejercer “todos los poderes” en nombre del ejército sublevado en 1936. Pero Franco no fue un simple primus inter pares y al Ejército como pilar originario de su poder le sumó otras dos fuentes de legitimidad que apuntalaron su autoridad omnímoda: la Iglesia Católica, que sancionó su esfuerzo bélico como una “Cruzada por Dios y por España” y proporcionó un catolicismo beligerante que habría de ser hasta el final la ideología suprema del régimen; y la Falange Española Tradicionalista, el partido único configurado por amalgama de todas las fuerzas derechistas, que se convertiría en el instrumento para organizar a sus partidarios, suministrar fieles servidores administrativos y encuadrar a la sociedad civil.

El consecuente régimen caudillista erigido sobre esos tres pilares experimentaría una transformación clave en el bienio 1957-1959 (con el cambio de gobierno tras la crisis del primer año y tras la aprobación del Plan de Estabilización del segundo año). En esencia, ese bienio cerraba un “Primer Franquismo” marcado por el legado de la guerra civil, con sus secuelas de represión inclemente, hambruna general, asfixiante autarquía económica y aislamiento internacional (durante la Segunda Guerra Mundial y la postguerra). Y también significaba el arranque de un “Segundo Franquismo” definido por el rápido desarrollo económico, profundos cambios sociales, incipiente bienestar material, apertura diplomática y económica y ensayos de apertura política limitada (en el contexto de la Distensión mundial de los años sesenta).

Franco, así pues, es hoy el nombre de un espectro del pasado más o menos incómodo, pero muy real y operativo. Entre otras cosas, porque una parte considerable de la cultura política actual quizá tiene su génesis y su origen, para bien o para mal, en la época histórica por él presidida y conformada: la obsesión por la unanimidad en las decisiones políticas, la tendencia a la satanización del conflicto y la diferencia, la inclinación a identificar gobierno y nación, la hipertrofia del poder ejecutivo frente a otros poderes estatales, el gusto por el liderazgo carismático personalista, la mirada complaciente hacia la corrupción y la venalidad, etc. Una viñeta humorística del dibujante Max en el diario El País, el 28 de marzo de 2015, daba en el clavo con un sucinto diálogo entre un joven inquisitivo y un asno sabio. El primero pregunta: “Maestro, ¿qué queda del franquismo?”. El segundo responde: “¿Notas ese polvillo grisáceo que hay un poco por todas partes? Se llama caspa, y es una actitud”.

¿Qué hacer con ese legado de un espectro tan incómodo? Pues reconocer que los fantasmas del pasado siempre pueden ser conjurados y exorcizados. Pero lo que no se puede nunca es anularlos por completo ni suponer que no han existido. Es una vieja lección que ya supo enunciar un sabio de la talla de lord Acton hace ya más de un siglo atrás: “Si el Pasado ha sido un obstáculo y una carga, el conocimiento del Pasado es la emancipación más segura y cierta”. Un consejo muy sensato y prudente que ha vuelto a ser recordado recientemente por otro gran historiador, el holandés Ian Buruma, tras su penetrante repaso a las contrastadas actitudes de alemanes y japoneses hacia su reciente y complejo pasado histórico:

Sólo cuando una sociedad llega a ser suficientemente libre y abierta para volver la vista atrás, pero no desde el punto de vista de la víctima ni del criminal, sino con una mirada crítica, únicamente entonces encuentran reposo sus fantasmas.

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