Son muchas y muy autorizadas las voces, dentro y fuera de nuestras fronteras, que llevan tiempo avisando a la ciudadanía española del serio dilema que afronta desde hace meses su marco de convivencia social e institucional. En esencia, más pronto que tarde deberá decidir si lo que conocemos como “España” (palabra romance derivada del vocablo latino “Hispania”) seguirá existiendo como mínima unidad política soberana o se fraccionará en entidades menores a su vez soberanas y más o menos vinculadas de algún modo. Cabe esperar que la decisión sea tomada por procedimientos democráticos y por tanto pacíficos, sea en uno u otro de los sentidos dilemáticos, aunque nada es seguro en la historia cuando se trata de determinar la continuidad o la disolución de unidades socio-políticas de esta naturaleza, como trataré de apuntar.
La primera de las opciones tiene como base una realidad de partida indubitable: España es hoy un Estado soberano que forma parte de los 193 reconocidos por la Organización de las Naciones Unidas y es uno de los 27 firmantes de la asociación interestatal conocida como Unión Europea. Su estructura constitucional desde 1978 es de tipo democrático y federal (aunque lleve por nombre “autonómico”) y constituye el último episodio de una larga evolución histórica con dos hitos decisivos:
- Los procesos de agregación peninsular de reinos y coronas tardomedievales (la unión dinástica de Castilla y Aragón, con posterior integración de Navarra y Granada, en tiempos de los Reyes Católicos) que pronto desembocaron ya en la Edad Moderna en la formación de la “Monarquía de España” (o Monarquía Hispánica) bajo las Casas de Austria y luego de Borbón (que supuso nuevas integraciones ultramarinas en América y el Pacífico, además de los territorios europeos nucleares, tanto peninsulares como italianos y flamencos).
- Los procesos de conversión de una gran metrópoli imperial en una mera y modesta nación europea limitada a sus territorios peninsulares e insulares adyacentes, tras la lenta y penosa emancipación de los territorios ultramarinos a lo largo del siglo XIX, que particularmente tras el Desastre Colonial de 1898 originó fracturas en su hasta entonces inequívoca unidad estatal por surgimiento de nacionalismos fraccionarios alternativos de mayor o menor eco popular según las épocas.
La segunda de las opciones tiene como punto de apoyo otra realidad hoy igualmente indisputable: desde esa crisis existencial finisecular, que afectó igualmente a otros países europeos con igual o mayor intensidad, los nacionalismos fraccionarios surgidos en Cataluña y las provincias vascas (mucho menos en Galicia y otras áreas insulares y peninsulares) han puesto en cuestión la continuidad de la unidad estatal (con formato nacional) de España con distinto éxito e instrumentos (movilización pacífica o acción armada). Cabe incluso recordar que en el contexto de la guerra civil de 1936-1939, esas pretensiones lograron sus objetivos en Cataluña y Euzkadi, que fueron territorios que actuaron de facto (y a veces de iure) como entidades soberanas a todos los efectos, para desesperación del gobierno de la República en lucha contra la insurrección liderada por el general Franco. Una realidad comprobable con la mera lectura de los diarios del presidente Azaña, de las notas internas del presidente Negrín o de los comunicados públicos del ministro Prieto. Una realidad que no se limitó a esas “naciones” fraccionarias porque el desplome de las estructuras estatales sufrido por la República ocasionó la práctica independencia de otros territorios bajo su autoridad nominal. Caso sobresaliente fue la constitución del Consejo Soberano de Asturias y León, que en 1937 se erigió en autoridad independiente de esa zona astur-leonesa de la aislada franja norte republicana. El efecto de esa fragmentación múltiple sobre la capacidad de resistencia republicana ante al enemigo fue reiteradamente denunciado por los líderes citados. A raíz de la pérdida de ese frente norte, el informe interno correspondiente señalaba con amargo pesar:
“Cada una de las tres provincias (Asturias, Santander y Vizcaya) tenía su Gobierno que odiaba cordialmente a los de las otras dos y hacía mangas y capirotes de las disposiciones del Gobierno de la República. Entre cada dos provincias existía una frontera, mucho más difícil de atravesar que una internacional”.
Los términos del dilema a estas alturas del proceso son ya meridianamente claros y no cabe obliterar sus exigencias ni encubrir su naturaleza como si sólo fueran operaciones tácticas de aritmética parlamentaria obligadas por un resultado electoral determinado y contingente. El dilema obedece a procesos más hondos y supone dos horizontes de futuro alternativos y difícilmente conciliables. O bien se opta por la continuidad de la existencia de España como nación soberana en su formato constitucional vigente, con las reformas, cambios y ajustes que procedan y del alcance que se quiera y se pueda afrontar. O bien se procede de manera directa o indirecta a su disolución fáctica para dar origen a micro-naciones peninsulares isonómicamente soberanas, sean las que surjan cuatro (Cataluña, Euzkadi, Galicia y lo que quede de España), ocho (las tres primeras, más Valencia, Baleares, Canarias, Andalucía y lo que reste de la fracción) o incluso 17 o 19 (cada una de las actuales Comunidades Autónomas, con o sin las dos “Ciudades Autónomas” de Ceuta y Melilla).
En todo caso, es imperativo que la ciudadanía española (acaso también sus rectores políticos, en igual o mayor medida) sea muy consciente de la enorme transcendencia de las decisiones que vaya a tomar y de los beneficios o riesgos que conlleven cada una de las opciones presentes. Sencillamente porque sus efectos serán determinantes e irreversibles no ya para las generaciones actuales sino para las que vienen detrás y después, tanto de España como de la ya muy atribulada Unión Europea (cuya propia entidad quedaría mermada mortalmente por el contagio fraccionario derivado de la desaparición de uno de sus estados principales en términos territoriales y demográficos). Y a la hora de tomar sus determinaciones no estaría de más que esa misma ciudadanía (como sus rectores políticos) recordara los casos similares de nuestro entorno geo-cultural, que permiten apuntar dos hechos evidentes:
- Que la secesión pactada de una parte de un Estado acaso pudiera ser pacífica y negociada, aunque siempre sea traumática y divisoria y deje un legado de resentimientos duraderos y a veces episódicamente explosivos en diversos grados menores; y
- Que la secesión de más de una parte de cualquier Estado prácticamente nunca ha sido pacífica ni negociada, sino cruenta y violenta en grado sumo y con efectos mortales durante generaciones. Entre otras cosas, por algo muy sencillo de entender y comprobar: destruir, desmantelar y desmenuzar una entidad cultural y humana (tanto si es un Estado como un edificio) es relativamente fácil y rápido; lo verdaderamente difícil es construirlo, mantenerlo y preservarlo.
La segunda eventualidad apuntada, lamentablemente, es la que lleva ya decenios generando muertos y llenando tumbas en el escenario internacional con mucha mayor profusión que cualquier otro tipo de conflictos internacionales. Como ha recordado David Armitage en su reciente y solvente análisis de las guerras civiles en la historia, especialmente focalizado en la época contemporánea, el registro historiográfico muestra que en los últimos siglos “la secesión condujo por regla general a la guerra civil” y que el ejemplo de la implosión de Yugoeslavia en 1991 lejos de ser anormalmente extraordinario es canónicamente ilustrativo. Todavía más:
Gradualmente, la guerra civil se ha convertido en la forma de violencia humana organizada más extendida, destructiva y característica. (…) A partir de 1989 ha habido en cualquier momento un promedio de veinte guerras intra-estatales simultáneas, unas diez veces más que el promedio anual mundial entre 1816 y 1989. (…) Las guerras intestinas tienden a ser más largas, unas cuatro veces más largas, que las guerras entre Estados, y en la segunda mitad del siglo XX duraron por lo general unas tres veces más que en la primera mitad del mismo siglo. Además, la tendencia a repetirse es mucho más pronunciada en este tipo de conflictos que en cualquier otro, puesto que el mayor legado de una guerra civil es más guerra civil; lo cierto es que casi todas las guerras civiles de la última década fueron reanudaciones de guerras anteriores. (…) Los presentes desafíos a la seguridad y la estabilidad nos mueven a pensar que nuestro mundo no es un mundo en paz. Efectivamente, es un mundo en guerra civil.
En definitiva, a la vista de ese contexto global sumamente complejo y crecientemente violento, y contando con el legado histórico de España en las dos últimas centurias, creo sinceramente que hay razones para contemplar con creciente preocupación ciertas derivas emprendidas en la vida política española durante los últimos tiempos. Básicamente porque según sea su evolución hacia una u otra de las alternativas dilemáticas presentes, el desenlace final de esa evolución pudiera ser no solo incierto sino también arriesgado sin apenas género de dudas, por muy loables y hasta bienintencionados que sean los objetivos de sus promotores, seguidores o espectadores. En todo caso, dado que vivimos en un Estado democrático, lo que vaya a ser de España dependerá por tanto de lo que quieran, hagan o dejen de hacer los españoles que hoy la componen como ciudadanía activa y decisoria. Por el bien de todos, debemos esperar que acierten en su elección porque ellos mismos y sus descendientes serán los principales afectados por sus decisiones. Y para entonces, consumados los procesos, ya no valdrán de nada los lamentos, ni los arrepentimientos ni las frustraciones.